16 de febrero de 2018

Una real audición

La onomatopeya para una luz nunca ha sido suficiente para describirla. Sin embargo, esa luz en particular podría describirse como una afrenta hacia los sentidos. El reflector no estaba bien calibrado, el foco parecía provenir de una ferretería en decadencia y las voces en la oscuridad le hablaron de manera pastosa y cansada. 

-¿Gabriela... Bermúdez? 

- Esa misma soy yo. 

- Puede comenzar cuando quiera pero le recuerdo que tiene un máximo de tres minutos. 

El corazón no le latió con fuerza, ella ni siquiera sabía lo que era realmente eso. Si el corazón le hubiera latido con fuerza probablemente no estaría ahí frente a cuatro jueces sino frente a cuatro doctores en el centro de salud más cercano (en el hospital seguramente le hubiera mandado al centro de salud, así que para qué mentirnos con palabrería halaja). 

- Soy Gabriela Bermúdez - al momento que acabó su oración se arrepintió. Estaba repitiendo una información que ya se había dado. - Adicionaré para el Miedo. 

- ¿Qué está diciendo esta chica? - preguntó una de las voces sin contenerse. Los demás la callaron, pero se escucha un eco de la misma pregunta entre los "deja que hable"y "veamos qué tiene".

- Yo... No soy de aquí. Me trajeron a rastras con la boca cocida, me obligaron a mantener los ojos bien abiertos. Al principio no pasaba nada. Yo era yo, quién más podría ser. Y luego pasó. Que yo me convertí en alguien. De uñas a pestañas, de piel a huesos, de colon a cerebelo. Eso era yo, en mi primer viaje cuando conocí a todos los otros. Sus ojos se quedaban fijos en mi mí, los blancos glóbulos ni siquiera podían girar a todas las direcciones posibles, pero las sensaciones desafiaban a todo lo que parecía que no podía ser. Temblaba, trémula, empequeñecida. Todos eran particulares menos un peculiar par. Esos ojos parecían ser amarillentos. El rostro de esos ojos no sé cómo era, pero sentía que me miraba. En cada bache, en cada parada, solo seguía mirándome. Me expandí como  vendas que cubrieron todo cuerpo, apretujaban y dificultaban respirar. Eran vendas que tenían mi esencia, transparentes. Evolucionaba en el transcurso del tiempo. Tomaba posesión del cuerpo, pero seguía sin ser mío. Miraba hacia el frente, con la espalda recta en el asiento, sin poder moverme. En cada movimiento mi piel era frotada con la seca y áspera chaqueta del otro. El par de ojos seguían mirándome. Cuando este cuerpo sentía el roce de esa ropa, imágenes súbitas aparecían. Grises contornos que nos tocaban. Bocas pintadas que me negaban. Pantallas con estática de cuyos parlantes por intervalos se escuchaba anuncios desmereciéndome. Otra vez, los ojos seguían escudriñándome. Cuando me aventuraba a mirar, el cuerpo de ella me absorbía y teníamos intensos calambres en el cuello. Sentía cómo la respiración de ese otro cuerpo me envolvía como neblina, mis ojos se nublaban. Controlaba la respiración, la acompasaba a mi rapidez y desesperación. Cuando finalmente, sin querer, me uní al cuerpo de ella, todas mis sensaciones se expandieron. Caímos en la espiral que tanto me gusta. Era como si este cuerpo fuera un envase ideal para mí, moldeado a mis preferencias. Qué éxtasis. Lo mejor era a aceptación de ella, cómo se dejaba devorar. Para nosotras esos ojos siempre nos siguieron hasta que salimos del autobús. Salimos pero yo no. En una exhalación me sentí otra vez yo misma porque ella me había expulsado. Eso creyó. Había salido del cuerpo que ahora observaba. Pero algo me faltaba. Ella había quedado con un pedazo de mí, quería ese pedazo de vuelta. Así que decidí quedarme en ella. Una vez por semana. Tres veces por día. Justo ahora. 

Gabriela con los ojos abiertos, resecos, jadeando y de rodillas peinó su cerquillo hacia atrás. Tragó saliva para aclarar su garganta y agradeció el tiempo de las voces. Sin una contestación breve, comenzó a sentir cómo otra vez ella la invadía. Un pensamiento se le cruzó "yo te dije que era muy cliché". 

- Gracias Gabriela, te llamaremos. 

Te llamaremos. Te llamaremos. Te llamaremos. Te llamaremos. Te llamaremos. 

"Ya nada"

7 de junio de 2016

Catarsis

Yo ya no existo aquí, no soy. Niego los recuerdos que vienen a mí, realizando carreras de alta velocidad para chocarse estrepitosamente contra mis propias e infátuas murallas, igual que sesiguen chocando y cuando todas se apilan caen sobre mi cabeza. Una enorme pila de memorias quebradas que cae sobre mi espalda, mis pequeños omóplatos no lo soportan y se quiebran como yo me he quedrado, todos seguramente. Ahora que mi cabeza no tiene soporte, porque mis omóplatos quedrabos están, lo que hago es girar hacia la derecha para encontrar el sepacio, lo que hago es girar hacia la izquierda para encontrar la multiud, lo que hago es mirar hacia arriba para encontrar la existencia. La enorme existencia. En la distancia una luz se extingue, espero no sea la mía. Reocnozco que engullida estoy, también estoy neurótica, también estoy neurasténica, también estoy todas las ignominias en mi contra, también soy la sal que quedó cuanto todo al final se evaporó. Soy, como Wolf, una muchacha en esta sala. Soy, como Lispector, la joven que se encontró al ver una cucachara. Soy, como Kolwalki, descriptiva. Soy, como la Aururu, una mujer que sigue aquí, que sigue allá, que sigue ahí, que sigue. Que sigue.

Yo tampoco lo entiendo, pero no he respondido.  


Aururu

28 de septiembre de 2015

Manifiesto de una mujer al borde de romper la hoja

Las veces que el esfero cae de mis manos, cuando mi estómago tiene ritmos peristálticos extraños por la falta de sustancias que desintegrar, mis ojos se decaen y las arrugas de mi frente se hacen más profundas.
Esos días, mi nariz se enfría y parezco un animal. 
Bueno fuera que fuera uno. 


Tal vez si lo soy.

 Parecería que esos son los días más pastosos, pero por el contrario son momentos de 

                             autoconsciencia exacerbada. 

Aún me parece ridículo como los estudiosos presentan una especie de descripcciones plagadas de “disminución de” cuando uno se está en este tipo de estados. 

En el abismo.

        Yo simplemente siento que todo recae abrumadora sobre mi hombro derecho, quinientos quintales de pesares.

                                Pesares, pesares. 






Hemos empezado de nuevo,


Aururu