15 de octubre de 2012

Divagantes lluvias


Llovía. Llovía como algo cotidiano en mes de octubre frío casi descolorido. Un mes  casi de magia, el cual hacia que el amarillento color  del césped, que dañaba los ojos, se trasformase en verde apacible. Un verde que casi te sedaba y hacía que camines automáticamente rápido, esquivando los charcos y aumentado distancia entre la gente de la calle por los paraguas. Aumentado distancia entre la gente desconocida, entre la gente conocida, entre la gente por conocer. Una mística narradora se presenta desde el asiento detrás de una casa, donde la lluvia no le toca, o por lo menos eso es lo que aparentaba, que la lluvia no le toque.  Cuando te empieza a tocar es que empieza algo más profundo, ese leve toque que es como si se comenzara a cavar una zanja con golpes de aguja.

Esta, la narradora, se harta de mirar y va a experimentar. Se va a sentir la lluvia en lugar de imaginarla solamente. Se levanta con algunos achaques de dolores inventados, piensa en si debe o no ponerse zapatos, concluye que “hoy a la mierda todo” para posteriormente sacarse su blusa para que su pecho ,sostenido por delgadas telas conjugadas con encajes, experimente también el traqueteo que siempre se oía como impacto de dichas gotas de lluvia con el techo.  Antes de salir por un momento duda en hacerlo, pero era un patio privado y si así no lo fuese si no lo hacía hoy, la lluvia, esa lluvia que veía siempre por la ventana no iba a dudar para siempre. Salió de la habitación,  recorrió su camino hasta la puerta que le daba su objetivo. Empezaba a llover más fuerte. Otra vez dudó, no era moralmente correcto salir semidesnuda, hablando exclusivamente de su parte torácica y descalzos pies, a la luz del sol. Un pecado de lo más gravísimo entre los diversos niveles de desnudez que condenados eran, pero se volvía a repetir “hoy a la mierda todo”.

Abrió así pues la chapa, que casi por instantes se resistía a dejarle salir, para encontrarse efectivamente con la tormentosa lluvia que no parecía enojada, más bien se extendía a sí misma para dejarle al libre goce de nuestra narradora. Y nuestra narradora se repitió de nuevo “hoy a la mierda todo” para abrirse cual virgen excitada a recibir desesperadamente a la lluvia en su cuerpo. Y las gotas empezaron a caerle. Primero fue una, luego dos seguidas, pasaron a ser veinticinco y se trasformaron en más de  quinientos cuarenta y cuatro. Al principio el dolor del impacto de la pequeña primera molécula del agua recorrió con intensidad todos los receptores sensitivos de nuestra narradora; pero a medida que se expandían este dolor se trasformaba en puro placer. En exquisito manjar que casi hasta se podía gemir de la emoción, la intensidad de sentirse rodeada casi toda por el agua por el aire, por la lluvia que la bañaba casi como para transformarla en diosa sin mancha.Empezó a chillar, a gemir, a gritar, a dar vueltas, a sentirse casi poseída por el fenómeno metereológico que hasta parecía que violaba cada poro de su piel. 

Pero tal como vino, de repente la lluvia paró.

Nuestra narradora se encontró pues mojada, ahí, parada en busca de más. En busca de acallar deseo innato de continuar con aquello que cualquier tipo de satisfacción nos brinda. Pero ya no había más lluvia, ésta ya había parado. Y si volvía a llover, no sería la misma que la había cobijado como amante e hija pródiga a la vez. Sería una lluvia diferente, en última instancia la misma molécula de agua con casi el mismo enlace entre sus componentes; pero con diferente tipo de origen que aunque seguramente pareciere la misma, nunca llegaría a ser completamente igual. Y comenzó a divagar sobre cuán diferente hubiera sido este preciso momento si no se hubiera atrevido a salir semidesnuda a mojarse entre la lluvia que la llamaba. Quizá no estuviera sonriendo como tonta, sino estuviera con neutral rostro en frente de la lumínica pantalla del ordenador dos metros adentro. Todo hubiera sido diferente. ¿Ella sería diferente en ese instante? Pero por supuesto, cada día envejecía para morir, era obvio que era diferente, que siempre se trasformaba en algo efímero.

De algo estaba segura la narradora, tenía frío y por ahora necesitaba una toalla para no tener pulmonía. Secarse era la necesidad inmediata alejada de toda matriz filosófica. Después de todo la pulmonía no le iba bien, sin mencionar que no tenía dinero para el médico ni para las medicinas. Medicinas. Putas medicinas.  Lo verdaderamente  necesitaba era morfina para los pensamientos o un narcótico de conformidad; quizá así dejaría de divagar tanto y viviría más. Quizás viviría más… 


Para mi amado padre, en su cumpleaños.




El nervio trigémino se divide en tantas cosas que hasta parece medio polígamo,

Aururu

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