-
Simplemente no lo sé, señor.
-
No me venga a ver la cara de cojudo Ramírez – le
dio otro fuerte golpe en la cara.
-
Señor, es en serio... A menos que prefiera que
le mienta. – Ramírez esbozó una extraña sonrisa. Sin previo aviso su cabeza fue
bruscamente tomada por el poco cabello que le queda, entre mechones que no se
los cortaron bien, y hundida dentro de un pequeño cubículo del tamaño ideal
lleno de agua. Pocos segundos dejaron de presionarle para halarle con fuerza en
orden de mostrar su rostro mientras recuperaba la orientación que otra vez
podía respirar.
-
¿Como es esa cosilla de “a menos que prefiera
que le mienta” Ramírez? ¿ah? – preguntó
el imponente tipo entre casi susurros.
-
Todo lo que recuerdo lo recuerdo mal, señor. – contestó Ramírez impasible y casi
divertido, reprimiendo carcajadas que llenarían todo la vacío y tétrico espacio
de mala imitación de escena de interrogatorio.
Otro golpe fue recibido. Esta vez lo dejó un poco desorientado.
-
¡Anda con tus excusas mediocres a otro lado,
inútil de mierda! – le empujó, y cual jarrón sin vida con ruidoso estruendo sus
huesos de la cara más próximos fueron a golpear el piso, junto con muchos otros
músculos del cuerpo amarrado a la silla.
-
Con que me llegue a enterar que sí sabías
Ramírez, te cago - esas palabras fueron como si quisieran violar y matar sus
oídos, de alguna manera lo hicieron temblar. Al sentir que lo arrojaban en una
esquina de la calle más próximo su pequeño interruptor se activó y comenzó a
reír. A reír sin parar, despertando probablemente a todos aquellos de sus
proximidades, despertando a niños para vivir una pesadilla, despertándose de su
letargo de vida.
Él sabía quién era el chismoso.
Un chismoso que debería ser considera héroe por tener los huevos para mandar a
avisar que este temible Pancho Portilla, el mismito que le había cogido entre
cuatro, era quién hacía las cuentas chuecas con comas y divisiones demás.
Obvio, todo para conseguir plata pero a qué no adivinan para qué: para porros y
mujeres. Y se suponía que el Portilla era el más correcto de todos y que algún
día llegaría ser ejemplo nacional.
Otra vez las carcajadas le
empezaron a resurgir. La estupidez de la realidad giraba ante este peculiar
suceso. Los perfectos que son imperfectos, los imperfectos que siguen siendo imperfectos
pero que automáticamente son rechazados. Los cuerdos que consiguen empleo para
robar para supravivir, y los locos a quienes no les dan empleo y tienen que
robar para tratar de vivir. Los diferentes sarcasmos de reír a grandes
carcajadas estando moreteado. Las
grandes irónicas de saborear este tipo de dolor como el añorado dulce que la
madre no compra al hijo berrinchudo. Y
se dio cuenta que estaba en medio de una especie de comedia de bajo
presupuesto, en la cual tenía que interpretar al payaso y espectador. Sólo el
maquillaje le faltaba porque la psicótica sonrisa de ironismo no se le quitaría
en mucho tiempo.
Porque seguiría riendo para no
llorar. Riendo para no quemar. Riendo para no matar.
Venga bueno va, esta tía a venido para algo,
Aururu
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