Llovía. Llovía como algo cotidiano en mes de octubre frío
casi descolorido. Un mes casi de magia,
el cual hacia que el amarillento color del césped, que dañaba los ojos, se
trasformase en verde apacible. Un verde que casi te sedaba y hacía que camines
automáticamente rápido, esquivando los charcos y aumentado distancia entre la
gente de la calle por los paraguas. Aumentado distancia entre la gente
desconocida, entre la gente conocida, entre la gente por conocer. Una mística
narradora se presenta desde el asiento detrás de una casa, donde la lluvia no
le toca, o por lo menos eso es lo que aparentaba, que la lluvia no le
toque. Cuando te empieza a tocar es que
empieza algo más profundo, ese leve toque que es como si se comenzara a cavar
una zanja con golpes de aguja.
Esta, la narradora, se harta de mirar y va a experimentar. Se
va a sentir la lluvia en lugar de imaginarla solamente. Se levanta con algunos
achaques de dolores inventados, piensa en si debe o no ponerse zapatos,
concluye que “hoy a la mierda todo”
para posteriormente sacarse su blusa para que su pecho ,sostenido por delgadas
telas conjugadas con encajes, experimente también el traqueteo que siempre se
oía como impacto de dichas gotas de lluvia con el techo. Antes de salir por un momento duda en hacerlo,
pero era un patio privado y si así no lo fuese si no lo hacía hoy, la lluvia,
esa lluvia que veía siempre por la ventana no iba a dudar para siempre. Salió
de la habitación, recorrió su camino
hasta la puerta que le daba su objetivo. Empezaba a llover más fuerte. Otra vez
dudó, no era moralmente correcto salir semidesnuda, hablando exclusivamente de
su parte torácica y descalzos pies, a la luz del sol. Un pecado de lo más
gravísimo entre los diversos niveles de desnudez que condenados eran, pero se
volvía a repetir “hoy a la mierda todo”.
Abrió así pues la chapa, que casi por instantes se resistía a
dejarle salir, para encontrarse efectivamente con la tormentosa lluvia que no parecía
enojada, más bien se extendía a sí misma para dejarle al libre goce de nuestra
narradora. Y nuestra narradora se repitió de nuevo “hoy a la mierda todo” para abrirse cual virgen excitada a recibir
desesperadamente a la lluvia en su cuerpo. Y las gotas empezaron a caerle.
Primero fue una, luego dos seguidas, pasaron a ser veinticinco y se
trasformaron en más de quinientos
cuarenta y cuatro. Al principio el dolor del impacto de la pequeña primera
molécula del agua recorrió con intensidad todos los receptores sensitivos de
nuestra narradora; pero a medida que se expandían este dolor se trasformaba en
puro placer. En exquisito manjar que casi hasta se podía gemir de la emoción,
la intensidad de sentirse rodeada casi toda por el agua por el aire, por la
lluvia que la bañaba casi como para transformarla en diosa sin mancha.Empezó a chillar, a gemir, a gritar, a dar vueltas, a sentirse casi poseída por el fenómeno metereológico que hasta parecía que violaba cada poro de su piel.
Pero tal como vino, de repente la lluvia paró.
Nuestra narradora se encontró pues mojada, ahí, parada en
busca de más. En busca de acallar deseo innato de continuar con aquello que
cualquier tipo de satisfacción nos brinda. Pero ya no había más lluvia, ésta ya
había parado. Y si volvía a llover, no sería la misma que la había cobijado
como amante e hija pródiga a la vez. Sería una lluvia diferente, en última
instancia la misma molécula de agua con casi el mismo enlace entre sus
componentes; pero con diferente tipo de origen que aunque seguramente pareciere
la misma, nunca llegaría a ser completamente igual. Y comenzó a divagar sobre
cuán diferente hubiera sido este preciso momento si no se hubiera atrevido a
salir semidesnuda a mojarse entre la lluvia que la llamaba. Quizá no estuviera
sonriendo como tonta, sino estuviera con neutral rostro en frente de la
lumínica pantalla del ordenador dos metros adentro. Todo hubiera sido
diferente. ¿Ella sería diferente en ese instante? Pero por supuesto, cada día
envejecía para morir, era obvio que era diferente, que siempre se trasformaba en
algo efímero.
De algo estaba segura la narradora, tenía frío y por ahora necesitaba
una toalla para no tener pulmonía. Secarse era la necesidad inmediata alejada
de toda matriz filosófica. Después de todo la pulmonía no le iba bien, sin mencionar
que no tenía dinero para el médico ni para las medicinas. Medicinas. Putas medicinas. Lo verdaderamente necesitaba era morfina para los pensamientos o
un narcótico de conformidad; quizá así dejaría de divagar tanto y viviría más. Quizás viviría más…
Para
mi amado padre, en su cumpleaños.
El nervio trigémino se divide en tantas cosas que hasta parece medio polígamo,
Aururu