Diva. Diosa. Reina. El ruido. La multitud. Las ovaciones. Un nombre. Penélope.
Mis ojos se abrieron destellantes hacia el retrato frente mí. Luces, brillantina, colores. Extensas hebras totalmente negras por mis pestañas, lúcidas líneas contorneando y delineando acentuadamente ya mis vistosas cejas. Mis párpados centellaban colores, vida; mi boca chispeaba pasión, armonía, deleite. Y rostro que no simulaba más que un real y auténtico gozo.
Permitiéndome sonreírme, admirarme, encantarme, deleitarme. Mi atuendo no daba más que desear. Llameante, fuego, escarlata, esplendor. Con cortes que permitían mostrar provocativamente el envés de mi pecho, pero deteniendo su corte lo suficientemente alto para no sugerir algo que no desearía ser sugerido, en su encarrujada parte delantera que casi llegaba a mi ahora vistoso y largo cuello proclamaba una elegancia totalmente encubierta, terminando por el incitado corte entre medio de la pierna llegando a la altura justa para luego exhibir los lustrosos tacos que acompañaban el atuendo, que acompañan a la esencia en sí.
Y dirigí de nuevo mi mirada hacia arriba, para divisar las esmaltadas flores carmesí que se colocadas en patrón en mis voluminosos, brillantes cabellos. Y sentía que brillaba más que las luces, que centellaba más que Venus, que podía ser la noche, que podía ser el albor de la multitud, que podía ser completamente el escenario, que podía ser.
Y todas las personas casi irreconocibles pero parte de mi existencia misma gritaban, aclamaban, deliraban a gritos el nombre.
Penélope, Penélope, Penélope.
Gloria, luminosidad, belleza.
Penélope, Penélope, Penélope.
Magnificencia, hermosura, esplendor.
Abel.
Una sensación de vómito me invadió inmediatamente. A pesar de tan avanzada hora, de el adecuado respeto a mis padres y pequeño hermana que ya dormitaban no pude reprimir mi estrepitoso paso y me dirigí a tientas por el siempre memorizado camino hacia el lavamanos más cercano a mi habitación.
Jadeando mi cuerpo se retorcía mientras expulsaba lo que tan molesto lo tenía. Las náuseas no paraban cada vez que pensaba en aquello que pensé, que imaginara aquello que imaginé, que soñara aquello que soñé. Porque simplemente despertaba y toda era ilusión.
Mamá me contó de pequeño aquella famosa historia de Cain y Abel, los dos hermanos de comienzos de la biblia cristiana. El bueno y el malo, aquel obediente y aquel que no, el sumiso y el definido rebelde. Y como está predestinado desde estos principios del tiempo el bueno muere a manos del malo, pero claro está que luego para no hacerlo tan trágico el bueno siempre gana. Desde la perspectiva de caído la muerte es ganancia, la vida es pérdida. Pero desde el punto de subsistencia del ser la muerte es la pérdida y la misma vida la supuesta ganancia. Irónico.
Siempre me imaginé a Abel algo afeminado. Tez pálida, delgado, sensible, e inocente. Tan como una pequeña niña. Quizás él quiso ser una…. Y yo le entendía.
Habiéndome ya quitado la sensación de súbitos espasmos, el espantoso sabor en la boca y tomado pequeños tragos del enjuague bucal más cercano a mi mano; me permití mirarme en el espejo.
Ahí estaba tan y como me lo había imaginado a este Abel, completamente personificado frente al espejo con el mismo exacto nombramiento y personificado en mí.
Dolía… Dolía que cualquier ser supremo que exista no haya escuchado tampoco hoy mi oración. Mi pequeña e insignificante petición. Sólo pedía desfallecer eternamente que hacerlo cada día por el resto de mi destinada existencia.
Porque simplemente al verme reflejada vivía.
Al verme reflejado moría.
Los relatos publicados son originales. Por favor no copies =) ,
Aururu