Gota, gota. Pero no hay lluvia. Gota, gota. Sólo hay sol.
Gota, gota. El bosque se quema. Gota, gota. Las llamas se extendieron, los
bomberos no llegaron, mi casa en llamas, mi pierna amputada.
Malditos pirómanos, era lo que la gente decía.
Entonces maldito era yo.
No calculé que todo se saldría de control. Pero era
inevitable, esos cerillos me llamaron, el cigarro me pedía sensualmente que lo
dejara en medio de esa paja, el fuego excitantemente me llamaba para que lo
observara, para que lo deseara.
Le pintan de naranja, de rojo, de amarillo; idiotas que sólo
quieren retratar la pasión y no pueden lograr captar la hipnosis que el fuego
posee. Esa hipnosis de invisible blanco de la llama que necesita impalpable
oxígeno para sobrevivir.
¡Déjenla crecer, déjenla crecer! ¡Ignorantes, deben
alimentarla!

Debería intentarlo de nuevo. Después de todo yo ya no perdería
nada y completaría mi hazaña donando todo mi cuerpo. Regalando mi cuerpo al que todos llamaban: el
infierno, pero que para mí era el indiscutible cielo.
Un cielo rodeado del blanco promedio, envuelto entre las desnudas bailarinas que no ven, bailarinas ardientes, a más grados que la temperatura del sol.
Hermoso. Hermoso.
Este relato irá dentro de Las Mentes Cuerdas, de seguro,
Aururu
P.D. Todo esto casi inspirado en los últimos y tan a menudo, acontecimientos de Quito. Porque Quito grita por lluvia, y algún quiteño debe rogar que no la haya.