Joven.
Trabaja en biblioteca. AutoMasoquista. Café.
-Pero ¿qué te has
hecho?
Me preguntó con temible voz, una voz entre enfurecida y atemorizada. Esa
clase de tonalidad que puedes sólo percibirlo si tienes el suficiente cuidado,
porque suele escaparse hacia uno de los dos lados y no quedarse en la mitad de
esas dos emociones. En esa mitad que no significa equilibrio sino
incertidumbre. Me limité a desviar la mirada.
-Accidentes, tú
sabes. Accidentes
Aparté su mano de mi hombro.
Se había dado cuenta porque esta ocasión me olvidé colocarme mi suéter
porque el calor casi infernal pudo más que m instinto de no hacer visible mi
cuerpo. Estar así, con parte de mi piel a la vista normal, no ocurría con mucha
frecuencia, porque yo no suelo ir con muchas partes descubiertas de mi cuerpo a
cualquier lugar que me dirija o en cualquiera parte que esté.
Utilicé de inmediato la excusa de tener hambre, me aferré a la excusa
por la cual había acudido a verle. Invadí de inmediato su cocina buscando
trastos, ollas y café; y trataba de hablar sin para de cualquier cosa que a mi
mente viniese.
-Mentiras, puras
mentira
Dijo de improviso con su cuerpo apoyado en el umbral de la puerta,
dirigiéndome la palabra de nuevo.
-¿Mentiras? Cómo
puedes decir eso, te estoy diciendo que Cristina estaba totalmente furiosa
porque Hugo no había bien archivado los contemporáneos en su lugar. Y es
completamente cierto yo le vi, aunque como te dije ese día lo que ofrecí mi
ayuda pero siempre este como soberbio….
-Mentira
Repitió dirigiéndose hacia mí. Mis nervios se activaron el pequeño botón
de “switch” de mi cuerpo, alertándome, colocándome a la
defensiva.
-… no… quiso mi
a-ayuda porque… porque cree que yo quiero sólo… emh… sólo quedar bien y…
No pude continuar con mi palabrería, había llegado ya a mí.
-Mentiras, ¡puras
mentiras!
Me gritó cerca de mi cara tomando uno de mis brazos. Deseaba
pronunciar su nombre, nada salía de mis labios. Le miré para toparme con ojos
emanando furia destructiva de bomba atómica.
-Lo siento…
Susurró mi no conciencia por mis labios.
-Basta ya, ¿no te lo
he dicho?
Agarró mi cuerpo como si quisiera fusionarse.
– Ya te lo he
dicho, me perteneces... Me perteneces, no quiero que nadie te haga daño.
Tampoco que te dañes.
Lo había ignorado. Su ausencia y mi preocupación de la vida habían hecho
ignorar un agregado que debía mantenerlo en mi memoria. El recuerdo de mi
propio ser extinguido en la luz artificial, luz artificial que siempre trataba
de teñirla de sangre para saber que estaba dentro de la vida. El recuerdo de la
ceguera aplacada a la declaración que un día esa persona me hizo:
“Masoquista, eres masoquista. Deja de
lastimarte, deja se sufrir por tu cuenta. No soy una pintura en la pared, me
tienes a mí. Para ya, y si no es por tu voluntad yo te lo ordeno. Para ya,
porque me perteneces, en la medida que yo te pertenezco a ti. Porque no quiero
que quien amo se lastime.”
Oh, sí era eso. Disque era amor, aún no me lo creía. No me lo creo; pero
por lo menos la sensación de “pertenencia” era vívida. Y a eso me aferraría, me
aferraría a su cuerpo como se aferraba al mismo y sentiría que pertenezco al
Dios de carne y hueso y que me ordena dejar de lastimar, que me ordena
cuidarme, que me guía hacia la oscuridad más hermosa que la tediosa luz
artificial. A falta de lágrimas comencé a hiperventilar.
Y todo se entendió sin palabras y en medio de jadeos. Existían muchas
cosas, las cuerdas hacen que vibremos y nosotros vibrábamos en una misma
frecuencia.
Joven. Trabaja en biblioteca. Automasoquista. Café.
Joven. Trabaja en biblioteca.
Vuelvo a recordar que debo seguir dando forma a Lorena y Martín,
Aururu